Por Aage Brandt [1]
[1] Escritor, poeta, semiótico. Universidad de Aarhus Dinamarca. Case Western Reserve University. USA. Autor de numerosos libros y publicaciones. Su última opublicación:Cognitive Semiotics: Signs, Mind, and Meaning (Bloomsbury Advances in Semiotics)
Publicado en Acta Semiotica, Nº 1, 2021. Traducido del francés por Lorenzo Vilches. Traducción revisada por Per Aage Brandt.

Hemos vivido crisis planetarias desde el siglo pasado. En particular: 1) La crisis orgánica del torrente de virus de origen animal y las enfermedades virales que nos acechan, y especialmente del último virus hasta la fecha que impacta duramente a todo el planeta, material e inmaterialmente. 2) La crisis climática que destruye ciudades enteras, arrasa territorios y deteriora las condiciones de vida en todo el mundo, aumentando la migración de la miseria. Sabemos que ambas crisis están relacionadas, y tampoco son ajenas a 3) la crisis económica del capital salvaje que dicta a empresas y estados ignorar más que nunca el daño que la producción, el transporte, el consumo, el despilfarro, en definitiva, que los mercados provocan a nivel global tanto orgánico como climático. Lo hemos sabido, al menos desde principios de este siglo; sabemos que es la lógica radical del dinero, la economía capitalista electrónica convertida en mundo salvaje, que es la responsable de este daño y de estas crisis. Es evidente que las crisis se refuerzan mutuamente. Sin embargo, no se hace nada para detener el daño, y ni siquiera sabemos si se puede hacer algo ya. Entonces dominados por el discurso del pánico, vivimos 4) una crisis de identidad, que corre el riesgo de disolver toda solidaridad entre poblaciones y entre sus componentes culturales , al desencadenar furor y delirio ilimitados a nivel de subjetividad. Las cuatro crisis mencionadas — la orgánica, la climática, la económica, la ‘identitaria’, pero aún puede haber otras — son globales, lo que nunca se había visto. Hay mucho de qué preguntarse.
Protección.
La globalización reciente ha creado una condición global, la del dominio absoluto y universal, económico, político e ideológico del dinero. Por otro lado, la referencia al dinero es, por supuesto, general, al menos desde el comienzo de la historia del capitalismo, incluso de la economía en general, y de la economía general (en el sentido de Georges Bataille), como referencia a la instancia que por encima de otras orienta toda la vida social, en la medida en que ofrece, tanto imaginaria como materialmente, a poblaciones, clases, clanes, familias e individuos una condición elemental y una medida de viabilidad de vida. Porque el dinero protege, por decirlo así, religiosamente; debemos, por lo tanto, desearlo, poseerlo con el fin de protegernos contra los males de todo tipo. Su búsqueda incluso se convierte en el objeto moderno de toda una disciplina académica (economics), destinada a educar para técnica e ideológicamente orientar las naciones, sus industrias, sus estados, instituciones, sistemas educativos, partidos políticos, y la cultura en general. El significado existencial del dinero como «valor» está claramente vinculado a su poder inherente: la protección aparentemente universal. [1]
Pero podemos ver claramente, sin embargo, que el dinero ya no puede proteger contra estos males. Lejos de proteger contra los efectos de las crisis orgánicas y climáticas, los produce ostensiblemente. Los agentes de la economía política monetaria han creído en la protección contra los riesgos ecológicos y climáticos, hasta que ellos mismos se encuentran zarandeados y contaminados; algunos siguen creyendo en ello, por supuesto. El dinero, referente de cinco siglos de vida social e intercambios en todo el planeta, y por lo tanto en toda la sociosfera mundial, ya no puede proteger a nadie de la muerte y la miseria, ni a los ricos ni a los pobres. Especialmente no a los pobres, por supuesto, pero estos últimos están empezando a ver que el sueño del dinero es inútil. Es decir, el dinero está perdiendo su prestigio, su condición de polo orientador absoluto en todas las culturas socio-esféricas. Los billetes se imprimen, los banqueros y los políticos inventan préstamos gigantescos para las grandes empresas, pero todavía nada salva ni a los cuerpos amenazados ni a las empresas. El dinero está perdiendo relevancia como referente absoluto; actualmente está revelando su fatal impotencia ante la urgente necesidad de reorganizar las estructuras sociales que se tambalean. El dinero se convertirá en el mayor obstáculo, ya que está presente en todas partes, y nadie sabe cómo detenerlo o reemplazarlo. Tenemos, pues, la confusión, si no pánico, un nuevo pánico, casi silencioso, discreto como un ataque de nervios. Desde el comienzo de nuestro siglo, hemos ido viendo la propagación de este frío pánico. Si el dinero ya no protege, ¿quién o qué protegerá a los seres humanos? La solidaridad, dicen, pensando en el humanismo clásico; sin embargo, el homo oeconomicus no conoce este humanismo; nunca lo aceptó. Los posmodernos de la vida académica ya no lo conocen; es más bien la comunidad, el principio comunitario, la identidad que acompaña lo comunitario, que parecería servir de protección. Obtenemos nuestro refugio en la neo-religión, la neo-étnica, lo neo-racial, la neo-sexualidad, y se practica así un tipo de estrecha solidaridad comunitaria como punto de referencia que ofrece el sentido protector que el dinero ha extraviado. Esta mutación semiótica, que la semiótica reciente del «actante colectivo» [2] también parece haber comprendido mal, conduce directamente a la confrontación entre las identidades, porque las identidades se atacan mutuamente por necesidad. Y es el racismo de todas las identidades, su politización y — lo que es tan grave como la violencia que acarrea — un cambio que conduce directamente a la degradación del lenguaje y sobre todo de la enunciación.
Los conceptos y las palabras se tornan racistas. Si uno es «blanco», por ejemplo, habla como «blanco» y, sobre todo, no puede dirigirse a las personas que no sean «blancas”. Si uno es «mujer», habla como «mujer», si es «negro», como «negro», si es musulmán, habla como tal, si es «no binario», habla como tal, etc.; nadie puede entonces hablar ni desde su identidad protectora ni desde fuera de ella sin ofender la identidad del otro. Las palabras se convierten en armas, queremos silenciar esas y las de los demás. O sea que ya no podemos hablar. Existe el riesgo de que ya no exista un sujeto de la enunciación, más allá de la identidad que se dirige a sí mismo frente a nadie. Podemos expresarnos, pero la expresión pierde su carga de veracidad, su vocación intencional de decir la verdad, imprescindible para el diálogo.
Las ciencias humanas y sociales abordan el pensamiento y el discurso de seres y entidades, estructuras conceptuales que atraviesan culturas a través de lugares y tiempos. En ciertos países, como los Estados Unidos, estas disciplinas son casi imposibles, porque ahora son los cuerpos «racializados» los que se expresan a través del habla y la escritura, y los cuerpos se expresan de acuerdo con su único poder para hablar. Esto produce, por tanto, una crisis de la verdad , en la medida en que se opone al poder. Lo fake, el fingimiento, lo falso, la invención tiende a ocupar un lugar central porque esta implosión del lenguaje veridictivo da rienda suelta a fabulaciones identitarias. La razón crítica resiste por ahora, pero agoniza. Se corre el riesgo de degenerar en una razón cínica: un pensamiento moribundo que se deja morir.
Y, sin embargo, el virus no es falso, ya que mata. Esta evidencia de la muerte es insistente y debe ser capaz de abrir los ojos.
Ecología. Los espacios.
La pandemia puede hacernos comprender que los valores ecológicos, espacio orgánico e inorgánico de nuestra especie — los intercambios con el mundo no humano sobre el que se posa y que se deja de lado para satisfacer sus propias crecientes necesidades: agua, energía, arena, piedras, metales, tierra, cultivos, mares, flora, fauna, se han globalizado, volviéndose dramáticamente globales. El planeta es ahora un gran espacio ecológico donde todo se mantiene unido o se disuelve.
Almismo tiempo, el espacio social se ha vuelto global: el virus circula por donde circula la humanidad, es decir por todas partes; y el espacio discursivo e informativo se ha globalizado gracias a la tecnología digital que se ha extendido rápidamente por todos los espacios culturales locales. La dimensión política del espacio social presenta ahora un dilema radical conocido en el mundo entero: o salvar la base de todo lo demás: la salud — y en general, los seres vivos — , o salvar y mantener el sistema que llamamos económico, apuntando al crecimiento ciego del capital y la reanudación de todas las actividades reconocidas colectivamente como «trabajo» , y finalmente para volver a asegurar el control, a través de la riqueza concentrada, sobre las masas empobrecidas. Si salvamos «la economía», esta economía, sacrificamos su fundamento; si salvamos sus fundamentos, debemos sacrificar efectivamente la lógica cínica del dinero libre, sus prácticas destructivas e indiscriminadas, y encontrar políticamente una forma de producir y distribuir que sea compatible con la vida planetaria. Si el dinero va a formar parte de esta post-economía, debe reducirse considerablemente y limitarse estrictamente a funciones vitales. Esta nueva limitación parece también presuponer una regionalización que impediría la existencia de capitales sin fronteras y por lo tanto sin interferencia con la regulación legal.
Finalmente, el espacio simbólico se ha vuelto global y unificado; estos son las mismas instancias que aparecen tras los representantes históricos del poder: bancos, templos, cuarteles, es decir, los agentes soberanos de la violencia (policía, militares) y de las creencias (religiosas, identitarias) — instancias llevadas al primer plano por la miseria de forma viral-ecológica, viral-discursiva, viral-política, viro-económica — erigiéndose en todo tipo de protección y al mismo tiempo de angustia. La cultura, especialmente el arte, aún parcialmente absorbida por redes digitales, debería representar una dimensión alternativa de lo simbólico, pero perece o se hunde en el silencio y la confusión, la violencia o el apoyo a la violencia (cfr. Los videojuegos, el rap, ciencia ficción, el negocio del deporte).
La estratificación e interpenetración mutua en estas tres áreas, la ecológica, la político-económica y la simbólica, son los efectos de la globalización lenta, pero híper-visible gracias al virus actual. Se muere en todas partes, ninguna protección parece ser suficiente, y ni el trabajo, ni el discurso, ni el dinero protege a nadie, al contrario; ¿las vacunas? ¿Y contra el capital, el clima, la violencia? La humanidad toda debería transformarse, lo hemos dicho, materialmente, no sólo filosóficamente, en humanista. De hecho, se pide solidaridad, pero sobre todo se busca esta protección que falta, porque la ansiedad es más fuerte que la apertura de espíritu. Y los poderes no están realmente en el poder, porque ya no pueden proteger nuestras «formas de vida». [3]
Semiótica.
La semiótica debe salir de su inmanentismo teórico y práctico, y debe descubrir y explorar la estructura de estos espacios superpuestos que definen y constituyen su contexto trascendente. [4] Este contexto no se reduce al discurso, al espacio social. Es fundamentalmente la ecología planetaria lo que debe tenerse en cuenta. En efecto, el sentido intencional presupone los tres espacios superpuestos; intencionalidad existencial (la perspectiva orgánica de la muerte), intencionalidad epistémica (la búsqueda de la verdad, esencial para el imaginario político-social) e intencionalidad simbólica (la dinámica «dialéctica» y deóntica de la autoridad y la libertad). Sin este triple fundamento universal, ni el lenguaje ni las culturas son posibles. Los nuevos modelos más sensibles a la diversidad y la experiencia vivida requieren inteligencia para lograr un racionalismo a la altura de la nueva humanidad, ahora viralmente unificada.
Surge un primer signo global, a nivel de comportamiento: el saludo con el codo. También las nuevas formas de comunicación digital: zoom, pantalla, lenguaje planetario. Y, como en un contraste dialéctico, los contactos humanos llegan a un primer plano, en la medida en que son factores de contaminación directa; si las regiones geográficas deben aislarse, y las fronteras cerrarse, no es por nacionalismo, sino para prevenir brotes de virus por contacto directo. Una semiótica de máscaras, con sus reglas fluctuantes, sin duda hará del rostro un nuevo privilegio reservado a la intimidad o la ceremonia en reducida proximidad, y hará de la apariencia oculta, enmascarada una nueva condición de intercambio verbal, gestual y emocional aún poco estudiada. En este nuevo contexto, el rostro demostrativamente abierto se ha convertido ya en un rasgo distintivo, señal y salvaje reclamo de una independencia antisocial que radicaliza la idea de «libertad»…
¿Seremos capaces de modificar nuestros sistemas colectivos, restaurar suficientemente el planeta y salir de las crisis superpuestas sin hundirnos en naufragios aún peores, aún por descubrir? Hablar de crisis es una forma quizás demasiado optimista, para sugerir que se trata de acontecimientos transitorios, cuando quizás se trate de un nuevo mundo.[5] Constatamos que se ha generalizado el sentimiento del virus como diferencia entre dos mundos que no se asemejan. Hay un «antes» y un «ahora». El virus se ha convertido en un agente revolucionario, el instigador de una potencial revolución mundial, cuyo programa aún no se conoce. Ahora es cuestión de saber cómo y con qué tinta se escribirá este programa.
Referencias
Agamben, Giorgio (2016). Homo sacer — L’intégrale 1997-2015, trad. M. Raiola. Paris : Seuil
Bataille, Georges (1967). La part maudite précédé de La notion de dépense. Paris : Ed. de Minuit
Brandt, Per Aage (2020a). Cognitive Semiotics. Signs, Mind, and Meaning. Londres : Ed. Bloomsbury
Brandt, Per Aage (2020b). Les petites machines du sens. Essais de sémiotique cognitive. Nouvelle version.ResearchGate
Brandt, Per Aage (2019). The Music of Meaning. Essays in Cognitive Semiotics. Newcastle upon Tyne : Cambridge Scholars
Estelle Ferrarese, Estelle (2015). «Le projet politique d’une vie qui ne peut être séparée de sa forme. La politique de la soustraction de Giorgio Agamben». Raisons politiques, Presses de Science Po, 57
Guevara, Ernesto (1979). El socialismo y el hombre nuevo. Mexico DF : Siglo XXI
[1] Discutimos este papel del dinero en el capítulo «El significado y la locura del dinero», Brandt 2020. Ver también » Oikos , Physis, Bios», en Brandt 2019. Y en » Ecología y semiótica», Brandt 2020 b.
[2] El Séminaire International de Sémiotique de l’Ecole de Paris había planeado un tema en los últimos años sobreel actante colectivo para dar cuenta del sentido narrativo en la vida social, pero sin abordar la cuestión de la identidad de estos «actantes colectivos».
[3] Expresión de Giorgio Agamben (2016), quien protesta, en 2020, contra las nuevas medidas de protección y quiere privilegiar la protección de las formas de vida cultural adquiridas. Ver la excelente lectura crítica de este proyecto biopolítico en Ferrarese (2015).
[4] Los espacios en cuestión forman así un nudo que corresponde, en muchos aspectos, al conjunto lacaniano del órden: simbólico, imaginario, real. Sin embargo, en esta discusión no nos referimos a la articulación misma de la sociosfera planetaria; pero los casos se repiten en todas las escalas, hasta la de la vida y la experiencia individuales.
[5] Los revolucionarios del siglo XX querían crear un hombre nuevo (Guevara 1979). Ya no se trata de eso, sino de la creación de un mundo nuevo. Esta nueva creación revolucionaria es el efecto del batir de las alas de una pequeña mariposa viral y no tiene nada de heroico.
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